jueves, 6 de diciembre de 2007

You know...Paper let everything




Mi medio y mi ambiente.

Mi medio, unos días es el campo, el monte, el mar y todo lo que huela a naturaleza y otros días es la ciudad, su tráfico, sus contenedores, esos escuálidos espacios verdes y la cotidiana sensación de que los días pasan con un ritmo similar al del paso de los autobuses; es decir, sorprendiéndote con sus demoras, cuándo menos las necesitas.

Mi medio también se conforma por los recuerdos de aquel álamo en el que grabe mis primeras inscripciones, casi cuneiformes, con el filo de una chapa de Cinzano; cuando no había reciclaje de metales pero, paradójicamente, no se encontraban chapas, porque todas estaban integradas en unos artesanales equipos de fútbol que jugaban a este difundido deporte con algo tan simple como un garbanzo. Mi medio nos ofrecía la posibilidad de corretear por unos campos de deportes, de los de antes – es decir pura tierra batida y sin necesidad de acudir a los alberos de Alcalá de Guadaira -, ubicados en lo que hoy coincidiría con la M-30 de Madrid o con el transitado Paseo de Ronda en Granada.

Mi medio eran los auténticos paseos –Avenidas amplias, con un vial exclusivamente peatonal, por donde realmente se podía pasear en verano, al cobijo de las sombras proyectadas por las acacias -, donde descansar era una actividad social, compartida e integradora.

El ambiente, ese entorno que nos hace sentirnos cómodos, ese espacio multidimensional que nos resulta próximo; era un ambiente entrañable. Precisamente por ello quizás, sea mejor decir mi ambiente. Pues mi ambiente, era el ambiente general de mi barrio. Yo he sido un chico de barrio, a mucha honra. Y bajo esa condición mi ambiente, era el de la frutería de la esquina adornando las mañanas del vecindario con una gama multicolor que oscilaba entre el verde chillón de las sandías y el rojo granate de las remolachas; mi ambiente era el que se alegraba la vista con la visita del trapero que recogía cartones, ropa vieja y enseres varios –clara premonición del reciclaje, que en aquella época se entendía más en clave política de reconversión, para aquellos que mantenían posiciones “excéntricas”-; un trapero-ambientador que discurría entre chavales de calzón corto que se afanaban en hacerle la competencia por algún que otro retal, con el encomiable objetivo de estructurar una pelota de trapo que les permitiera emular a D’Stefano.

Lejos quedaban en aquel entonces, el Protocolo de Kioto, la Cumbre de Río de Janeiro y el Convenio de Barcelona. Quizás tan lejos como puedan quedar ahora, a pesar de que los aerosoles de Rexona ya no están de moda y a pesar de los contenedores de colores para la recogida selectiva de residuos.

¿ Por cierto, alguien querría explicarme, cómo es posible que en otros países las empresas de reciclaje compensen con regalos a los sufridos ciudadanos que participan en la recogida selectiva y aquí, que el volumen de residuos per capita es mayor y la disposición ciudadana francamente favorable, no se compra por parte de éstas empresas ni un mal rollo de papel del water para los que, por citar algún ejemplo, depositan algunas decenas de kilos en esos deslumbrantes contenedores azules, verdes o amarillos?.



Como venía diciendo, todo lo más, mi ambiente llegaba hasta el punto kilométrico donde al 600 se le calentaba el motor; Así, unos días, la periferia de mi ambiente era la ribera de algún cauce –por aquel entonces limpio- no muy distante y, otros días, se circunscribía a algún retazo de bosque de encinas, a una chopera o a algún pinar de repoblación. Mi ambiente, en ocasiones, también se enriquecía con una visita al zoo –parque temático de una postguerra española que se hizo demasiado larga- desde donde, la imaginación volaba a frondosas selvas tropicales divulgadas, no precisamente por el National Geographic, sino más bien por las novelas de Emilio Salgari. El zoo, era un buen modelo de cómo la normalización de cualquier producto, se abría paso en el mercado de los animales a golpe de reja de fundición, aviarios de malla trenzada o fosos disuasorios, a los que se les añadían algo así como catorce o quince metros de diferencia vertical entre la superficie del animal observado y el observador. Estaba bastante claro que, también por esa época, empezó el despegue del sobredimensionamiento proyectista de las obras públicas.

Y tras toda esta visión sepia de una época no muy lejana. Queda reflexionar sobre el Medio Ambiente a día de hoy, o más concretamente sobre mi medio y mi ambiente. No nos engañemos la cercanía es un factor determinante y, si no lo creen, hagan ustedes mismos el esfuerzo de comprobar cuántos grupos ecologistas baleares están sensibilizados frente a la pérdida de biodiversidad que han ocasionado los eucaliptares en las sierras onubenses o cuántos cántabros defensores de la integridad de la Bahía de Santoña se han visto en manifestaciones contra las urbanizaciones en el Desierto de Tabernas. Por lo tanto, pregúntense: ¿Queda algo de esas postales en tonos sepia que llenaban el día a día de mi infancia?. Pues, va a ser que no.

Y esta respuesta negativa representa el mejor ejemplo de la ausencia de modelos predictivos, la carencia secular de proyecciones y planificaciones bien estructuradas y adecuadamente implementadas. Y ante esta situación, uno que, sinceramente, vive y se preocupa por y para esas cosas de la perspectiva científica de la ecología y de su incorporación a la gestión medioambiental del día a día; no alcanza a comprender: ¿Por qué no se valora lo suficiente la cotidianeidad y la sencillez de nuestro entorno?

Resulta paradójico comprobar como para construir un modelo ecológico, se recurre a la simplicidad para abordar posteriormente posibles e imprescindibles complicaciones; en cambio, la política medioambiental tiende a partir de complejas decisiones, a veces incluso de decisiones contradictorias, para urdir un entramado, en ocasiones de enrevesada comprensión, que cuando aboca a una situación de difícil salida, es sustituido, remodelado y transformado hasta que su adaptabilidad y consenso –también se podría decir complacencia- los hace asumibles (Aplíquese aquí, el ejemplo de la actitud displicente de ciertos países ante la suscripción del Protocolo de Kioto o la falta de un compromiso riguroso de otros interlocutores ante la moratoria a la captura de ballenas).

Hablar de Modelos ecológicos es como hablar de infidelidades. Es un auténtico episodio de concupiscencia, donde vas cambiando de modelo como quien cambia de calcetines y, aproximadamente, con una frecuencia muy similar. Siempre se empieza por un modelo joven con capacidad de crecer y acrecentar su complejidad y experiencia. El mío, en este caso, quiero que sea femenino. Un buen modelo además tiene que ser autorreplicable y capaz de reproducir y transferir a posteriores etapas toda la sabiduría que atesora; es decir, tiene que ser un modelo que enseñe bien cual es el papel que tiene que jugar cada uno de sus elementos en todo momento. Mi modelo continua en


esa línea y, se ha convertido en una gran madre. Un modelo además tiene que contener ecuaciones, incógnitas y, como no, soluciones posibles. Mi modelo les aseguro, que mantiene aún muchas interrogantes y, como no, de vez en cuando nos revela alguna que otra solución inesperada. Por último un buen modelo tiene que ser capaz de anticipar consecuencias. Mi modelo, no les quepa duda, sabe muy bien cual va ser el resultado final. Para concluir conviene tener en cuenta que, si nuestro modelo funciona, no hay que retocarlo ni cambiarlo en lo más mínimo. Mi modelo no ha cambiado –al menos, por decisión propia- desde tiempo inmemorial. Sólo queda añadir que el modelo pueden ustedes denominarlo como mejor les apetezca. El mío, el que yo he elegido se denomina: Tierra.

Por lo tanto, mi medio y mi ambiente, podríamos deducir que no son otra cosa que submodelos, dentro de ese modelo general que hemos deducido de los párrafos anteriores. Sin embargo, el hecho de que un viejo álamo, con la corteza arañada por la inquietud desbordada de ciertos infantes, desaparezca de manera irreversible, rompe las reglas del juego de los modelos ecológicos; Pero, curiosamente no es un fallo del modelo, sino un fallo, un error de bulto, del modelador.

El día mundial de Medio Ambiente, que secularmente se ha venido olvidando de muchos solitarios álamos perdidos, en el contexto del proceso de modelado podría considerarse algo así, como la descripción del paisaje rural en el argumento de la ultima novela de Carlos Ruiz Zafón: La sombra del viento. Sería algo así como el paso fugaz de un cernícalo, sobrevolando las copas de las acacias que antaño abundaban en nuestros paseos. Un día mundial es un adorno discreto que, pasaría inadvertido, de no ser por el tremendo despliegue que se utiliza para presentarlo en un envoltorio atrayente. Aun así, volviendo al tono personalista de los primeros párrafos, he de reconocer que mi modelo preferiría menos adornos y más submodelos “ad hoc” y modeladores “ad libitum”. Modeladores, a ser posible, más encandilados en los algoritmos funcionales que en la publicidad promocional. También preferiría muchos submodelos personalizados, locales y ajustados a la realidad que los envuelve, más que un mega-modelo de difícil aprehensión. Pero, probablemente, todo esto, se deba a que soy un nostálgico de aquel entrañable texto de E.F. Schumacher, titulado: “Lo pequeño es hermoso” y, por lo tanto, en ese proceso de reducción hacía lo pequeño seguramente habré olvidado muchas cosas por el camino. Consecuentemente hago firme propósito de enmienda para la próxima vez.

Carlos Norman Barea.
Profesor Asociado de Ecología.

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