sábado, 22 de noviembre de 2008




S.O.S. DESDE “CALA PÚTRIDA”


Soy una estrella rutilante. Hago palpitar mi deslumbrante luz en el inalcanzable firmamento de un mar de incertidumbre. Gracias a ello, puedo atraer la atención de aquellos que quiero que me escuchen y entiendan. ¡Ya saben,… ser famosa/o tiene sus ventajas!. Y, aunque sólo sea por eso, ya he conseguido que lean hasta el próximo punto.

Como otras muchas estrellas vivo en la costa, muy cerca de la playa. ¿Por qué?. Bueno,…a quien no le gusta el clima templado, con suaves temperaturas, una cierta cálida humedad y como no, un agua templada para esos interminables baños al atardecer de cualquier época del año. ¿Quién da más…?

Como otras muchas estrellas tengo mis caprichos. ¿Oiga, qué pasa…?. Todos tenemos nuestras necesidades. Tengo que reconocerlo, me gusta el agua limpia. Me “encaaanta” ese líquido es su estado puro: agua incolora, inodora y ligeramente salada si, como en nuestro caso, hablamos del Mar Mediterráneo.

Vivo en las piedras. Quiero decir que mi dulce morada tiene sus cimientos en las raíces profundas de un acantilado. Así, puedo disfrutar de unas excelentes vistas sobre la mar abierta, sobre las puestas de sol, sobre la rompiente de las olas, sobre la turbidez del mar de fondo o las brumas de poniente y, en algunas ocasiones –cada vez más frecuentes- sobre esas, hasta ahora, desconocidas hordas de medusas que tanto revuelo levantan entre los veraneantes de todo tipo.

Y es que yo, también soy veraneante pero, además soy “otoñante”, invernante y “primaverante” y, si me apuran –buscando una rima fácil- tendría que reconocer que también soy intolerante. Intolerante al olor fétido de los emisarios; intolerante al ocre grisáceo que flota en la superficie del mar como una bandera de continencia a la renovación del agua; intolerante al ruido inaudible e insolente que desde dentro del mar arroja delfines, calderones y zifios a las arenas de nuestras playas; intolerante, como no, a esas mismas arenas que en el fondo de nuestro litoral se adornan con neumáticos, viejas lavadoras, latas de inimaginables formatos y colores, plásticos y vidrios como para que, cualquier contenedor de reciclaje –de esos verdes que todos conocemos- se ponga, cuando menos, morado.

Desde mi posición privilegiada, hace tiempo que tuve la oportunidad de permitirme hacer incursiones en el mundo submarino. Bucear en esos espacios difíciles, recónditos e inexplorados, al menos eso creía yo, hasta que se me ocurrió sumergirme un plácido y soleado domingo de principios de agosto cerca de unas lanchas neumáticas que enarbolaban unos llamativos carteles multicolores, donde se podía leer: PADI. Extraña palabra, de no sé muy bien qué lengua, pero con una clara identificación semántica con otra palabra de la lengua inglesa: Overbooking…; es decir que allí había más gente que en el salto a la reja del Rocío. Sea como fuere, aun mantengo mi afición al buceo. Y bucear me gusta. Bucear en la historia de nuestro litoral Mediterráneo. Bucear en la vida y milagros de esos sorprendentes seres vivos que se manejan en el fondo del mar, con la misma facilidad que yo... Quiero decir, con la misma facilidad que yo lo hago en los escenarios que me han catapultado hacia el estrellato y la fama.

Bucear en la historia de nuestro Mediterráneo, es indagar en un inventario de ocasiones perdidas; oportunidades para haber evitado los vertidos de hidrocarburos, ocasiones para haber contenido la explotación de los recursos pesqueros antes de que éstos hubiesen llegado a la actual situación de sobreexplotación, episodios fallidos donde la esperanza albergada en cientos de papeles que sustentan declaraciones, protocolos, conferencias y acuerdos para la protección del mar, haya quedado convertida en un fajo de papeles mojados, sin ni siquiera tocar el agua salada.

Bucear en la memoria del agua de mar es, como intentar aprehender los esquivos recuerdos que vagan por el aire. ¡Vaya, algo parecido a comer sopa con tenedor!. Es, por así decir, un ejercicio de autosuficiencia intelectual; Es, en definitiva, una pérdida de tiempo…, eso si, necesaria. Digo que es necesaria porque, para un personaje del “famoseo”, como yo, al que generalmente se le suelen atribuir escasas dotes de reflexión. ¡…Quizás, estos parrafillos…puedan ayudarme a redimir algo de la inevitable fama que me precede, a pesar de mi inexistente culpa!.

Sin embargo, todas esas dificultades encontradas para evaluar como afecta el paso del tiempo a una masa de agua, no lo son tanto cuando el análisis se desplaza aun trozo de nuestro litoral, a un pedacito de costa constreñido entre las cuatro letras de la palabra “cala”. Y es que la cala donde yo vivo, cuando me instalé, era casi un paraíso donde las noches de luna llena los peces cuyo epíteto hace mención a ese mismo satélite, componían un juego de espejos que reflejaban los haces de luz en un indescriptible espectáculo luminotécnico. Donde las estrellas como yo, encontrábamos la calma y, donde la huella del hombre, se allanaba con la cadencia de las mareas, no era persistente y, desaparecía con la llegada de la pleamar. Era “Cala mágica”. Mágica porque me ejercía una irresistible atracción, un magnetismo de complicidad y una serenidad que no he podido volver a recuperar. Hoy, aquel trocito de Mediterráneo, bálsamo para la agitación y refugio frente al desarrollismo devastador; ensenada donde los rizos de las olas daban paso a la languidez de una mar emplatado. Un escondite para bucaneros que me enamoró y que hoy, se ha convertido en algo muy distinto. Hoy, mi hábitat, mi casa, mi espacio vital ha cambiado de adjetivo. Hoy es:“Cala Pútrida”.

Cantaba Joan Manuel Serrat: “…soy del Mediterráneo”. Yo también. Soy una estrella del Mediterráneo y –tal vez, me esté repitiendo más de la cuenta-, a pesar de ello quiero irme. Me da pena pero, quiero partir hacia otras calas. Mis últimas lágrimas las vertí al comprobar como desaparecen sin aparente explicación las praderas de fanerógamas marinas, las esponjas, los pólipos… mi cala está enferma. Y yo, -insisto- soy una estrella; pero, simplemente, soy una estrella de mar que, en un postrero epitafio, para quien pudiera estar interesado; únicamenete quiere dejar constancia de su desánimo y preocupación. Y emitir en un interminable eco un exclusivo, lacónico y definitivo mensaje: S.O.S.


Carlos Norman Barea.

miércoles, 4 de junio de 2008

VEAMOS COMO SACARLE LOS COLORES AL MAR...

Ambos sois tenebrosos a la vez que discretos:
Hombre, nadie ha explorado tus abisales fondos,
¡Oh mar, nadie conoce tus íntimas riquezas;
Tanto guardáis, celosos, vuestros propios secretos!

EL HOMBRE Y LA MAR.
Charles Baudelaire.


HOY DÍA MUNDIAL DEL MEDIO AMBIENTE, VEAMOS COMO SACARLE LOS COLORES AL MAR...

Tal vez haya aún alguien que no conozca, como cambian los colores debajo del agua... es posible. Pero estoy seguro que una gran mayoría está posicionada justo al otro lado de esa barrera del conocimiento. Por lo tanto, ahora que está tan de moda, hagamos gestión de ese conocimiento y, si lo hacemos de manera correcta, encontraremos una singular paradoja. El color del mar cambia de forma imperceptible para nosotros los humanos, así pues deberíamos ser conscientes de que aquello que el mar nos deja ver, al menos a primera vista, es distinto de lo que en realidad es; por lo tanto podríamos colegir que asistimos y hemos estado asistiendo a una gran mentira. Pero lo peor es que esta tautología es cierta.

Vamos a ir desgranando esta aparente complejidad mediante una serie de sentencias para la reflexión:

1. Es falso que el litoral español esté aún a salvo de alteraciones irreversibles. El color sepia y ocre del papel que sustenta estas ideas no puede encubrir la falta de implementación general de una gestión integral de las zonas litorales que armonice y module las diferentes presiones de origen marítimo, urbanístico, medioambiental, agrícola, etc.
2. Es falso que las pesquerías estén aún en una fase de aceptable sostenibilidad. Y el gris gelatinoso de las recientes oleadas veraniegas de medusas pone en evidencia la falta de peces depredadores que controlen a estos urticantes Celentéreos. También arroja una aclaradora luz blanca sobre este asunto, el cada día mayor volumen e importe que adquieren las importaciones de pescado de terceros países.
3. No es verdad que los hábitats marinos y las especies, que en ellos habitan, estén protegidos y protegidas; Simplemente están catalogados y catalogadas. ¿O es qué hay alguien que pueda pensar seriamente que la actual protección es eficaz frente a la competencia de especies exóticas introducidas por las negras aguas de lastre, carentes de control alguno, o frente a la desarmonización legislativa y reglamentaria de los distintos países que conforman las orillas opuestas de nuestros mares comunes – por citar algunos, entre los muchos, problemas coyunturales que existen-?

Pero hablábamos de colores y, resulta que también –inevitablemente- tenemos que hablar de luces. Luces y sombras: ¡Claro está!. Y todo esto es así, porque como decíamos el color bajo el agua no nos dice demasiado. Por el contrario el brillo de un color nos da mucha más información. Si el brillo o luminosidad es excesivo, los colores resultarán muy blanquecinos y tenues hasta casi ser imperceptibles. Si, por el contrario, el brillo es muy bajo, es patente la pérdida de color, hasta casi desvanecerse completamente. El color rojo a la luz de un sol brillante es un color vivo, sin embargo a la luz refractada por el agua, el rojo es gris y a mayor profundidad, iluminado por ráfagas bioluminiscentes de luz fría, se convierte en negro (Motivo gracias al cual las gambas rojas pasan desapercibidas ante sus depredadores, incapaces de discernir que parte de su negro entorno es comestible). La teoría física que sustenta este fenómeno nos dice que la luz solar está formada por las radiaciones de diferente longitud de onda que constituyen el espectro visible. Estas radiaciones son absorbidas, de manera distinta, por el agua del mar. Así, las radiaciones rojas y anaranjadas del espectro visible son absorbidas antes que las verdes, las azules y las violetas. Esto provoca que en aguas profundas el extremo rojo del espectro esté ausente mientras el verde-azul se hace más visible.

Cuando se habla de colores irremediablemente hay que hablar de tonalidades. El tono permite distinguir los colores entre sí y, los tonos de un mismo color –en el agua- generan contrastes que permiten ver los objetos y las formas con una mejor perspectiva. ¿Quién sabe?. ¿Quizás este sea el camino para encontrar la verdad sobre nuestras aguas y nuestro litoral?. Ya que, como señaló Kandinsky los colores cálidos (entre el verde y el amarillo) producen una sensación de desplazamiento hacia el espectador que, favorece la aparición de procesos de identificación; es decir, definen un movimiento centrípeto de la actividad observadora. Los colores fríos (entre el verde y el azul) producen una sensación de alejamiento del espectador que, favorece la aparición de procesos de distanciamiento con respecto a la representación, definiendo un movimiento centrífugo en la actividad de observación. ¿Tal vez, todo se reduzca a invertir los términos, la apreciación y las sensaciones que hasta ahora vienen produciendo los colores?. Valga a tales efectos como eslogan: “ Señoras y Señores acérquense al azul del mar que no pincha...”

Colores, al fin y al cabo: grises, negros, blancos...
Gris, para la indecisión gubernamental que ha conducido a un litoral amenazado por el cambio climático y a unos usos y servicios cada vez más comprometidos y cuestionados.
Negro, para el oscuro barniz con que la contaminación, de muy distintos orígenes, cubre las aguas, las playas y las ilusiones –Chapapote sobre la responsabilidad ambiental colectiva -.
Blanco, para el entusiasmo de los que aún pelean por invertir el proceso de degradación ambiental que nos engulle día a día.

El color en esta nueva dimensión actúa como un elemento de comunicación; pero ese mismo color bajo el agua, donde la turbidez dificulta la transmisión por el canal de comunicación habitual, deja paso a otras fórmulas de interrelación informativa. Y así, para los peces significa mucho más un olor, un sabor, un roce o un leve sonido. Hasta tal punto llega esta especialización que el Profesor Marshall de la Universidad de Queensland (Australia) demostró que no todos los peces ven lo mismo; los animales vinculados a los fondos de nuestras costas, los denominados animales bentónicos, no perciben las mismas imágenes que los denominados animales pelágicos o de aguas abiertas; su sensibilidad a la luz es distinta y diferente también a las imágenes que percibe el hombre. Gracias también a Justin Marshall, ahora se sabe que muchos peces pueden ver la luz ultravioleta; esto hace que visualicen el zooplancton de color negro y que, consecuentemente sea más visible en el agua”. Es decir, el zooplancton que el ojo humano ve transparente o blanquecino, para los peces es negro y eso implica que ven cosas que nosotros no y, perciben los colores y los tonos de manera distinta. De nuevo este recorrido por la biodiversidad cromática, nos aboca a la hipótesis que se planteaba en los párrafos anteriores: ¿Serán estos argumentos los que sustentan nuestra dificultad para diagnosticar de la manera más acertada, cual es el estado real de nuestro medio ambiente marino?. Quizás veamos cosas diferentes, colores diferentes –algo así como un daltonismo sensitivo -, formas diferentes y diferentes planos de proyección para apreciar la magnitud del conflicto –una especie de distorsión geométrica -; sin duda, todas estas apreciaciones son graves patologías tanto para el hombre como para el mar, incluso para la unicidad de su fusión que ya anticipó Baudelaire. Aunque, también, cabe la posibilidad de que, como señalábamos al principio, todo sea simplemente una verdad a medias, que como se ha reiterado hasta la saciedad bien puede ser una gran mentira o la mitad de la verdad que nos interesa revelar. ¿Quién sabe...?.


Carlos Norman Barea.
Profesor Asociado de Ecología.
Universidad de Cádiz.

martes, 26 de febrero de 2008

PENSANDO EN LAS MUSARAÑAS.




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PENSANDO EN LAS MUSARAÑAS.

De vez en cuando subo a los Tres Juanes y me complace mirar a lo lejos, hasta que la vista pierde la noción de la realidad de las formas. En esa incertidumbre del horizonte soy feliz –¡Ojos que no ven, corazón que no siente!-. Cuando bajo la vista, la nebulosa vaga, ambigua e imprecisa se torna densa y aparecen para asombro de mis pupilas – sin lirismos: entendederas- una infinidad de volúmenes dispuestos en el espacio como un caprichoso domino. Paralepípedos gris asfalto donde había planos verdes; infinitas bandas paralelas de un negro zaino, donde antes el ocre de la tierra se dejaba adornar por mantones de amapolas. Cierro de nuevo los ojos y una pujante idea me atenaza el conocimiento: “Estoy pensando en las musarañas”.

Las musarañas hacen nidos esféricos de hierba que suelen alojar en pequeñas oquedades e irregularidades del terreno. He descubierto como al caer la tarde abandonan el calor del hogar y salen a cazar grillos en los bordes de las acequias, después se pasean hasta la linde de las choperas y juraría que, al resplandor de la luna llena, suspiran; aunque todavía no he conseguido averiguar por qué.

Desde lo alto de Sierra Elvira, cuando el rocío de las hojas aún brilla bajo los primeros rayos de la mañana, se ven inmensas columnas de cajitas metálicas de muchos colores y formas que, a paso lento y con la intermitencia puesta para evitar colisiones, se dirigen hacia otro conjunto de Paralepípedos aun mayor que yace lánguidamente a los pies de la denominada colina del castillo rojo. Las filas indias de cajitas con ruedas se regulan a impulsos controlados por cambios en las luces de colores de los semáforos. Idolos pintados de rojo, verde y amarillo que se erigen en los lideres espirituales de la mañana para miles de habitantes del cinturón de Granada.

Luz roja: tiempo para pensar en la dura labor de levantarse todos los días; tiempo para repasar las condiciones alienantes del trabajo diario y monótono. Luz amarilla: tiempo para la moderación; tiempo para recordar esas cosas que nos benefician a casi todos: comer menos, hacer más deporte, jugar más con los niños, pasear más y –como no- hacer propósito de enmienda. Y luz verde: tiempo para despegar la apatía y el tedio de nuestra cotidianeidad, también -como siempre- tiempo para la esperanza.

Cambio de luces y cambio de tercio. Cambios de colores y cambios de pensamiento. Y otra vez, inexorables, las musarañas vuelven a rondarme y sus agudos sonidos interrumpen mi discurrir, como si quisieran avisarme de algo. Tal vez esa preocupación por sus congéneres y amigos se deba a que las musarañas están imbuidas por un espíritu colectivo que las arropa desde su más tierna infancia; no en vano, a la semana de nacer forman una caravana de crías, que sirve como una especie de transporte colectivo para toda la familia, con gran ahorro de energía por su parte, ya que las posible pérdidas o despistes de alguno de los alevines se reduce a cero, con lo cual la eficacia en recorrer los caminos todos juntos en el menor tiempo posible y con el menor gasto energético aumenta enormemente. Pero no acaban aquí las múltiples habilidades de las musarañas; en invierno forman nidos comunales, lo que nuevamente supone otro ahorro de energía en termorregulación, ya que la llevan a cabo conjuntamente.

Hay mucho que aprender de las musarañas. Pero no nos engañemos apreciados lectores quien podría imaginar a una comunidad de propietarios de alguna de esas maravillosas colecciones de Paralepípedos -¡Perdón, quería decir casas adosadas!- compartiendo caravanas de autobuses hacia el centro de Granada. ¿No?. Bueno, la verdad es que yo tampoco soy capaz de visualizar semejante animalada. Pues, aun sería más disparatado pensar en toda una comunidad de vecinos termorregulándose alrededor de la chimenea del propietario del entresuelo izquierda; ... pues va a ser que no, para que nos vamos a engañar; ¿Aunque me queda la duda de averiguar si, no ahorrar energía pudiera ser que nos ocasionara mayores problemas en un futuro no muy lejano?

He regresado a mis contemplaciones desde un escarpado farallón que deja a sus pies la sima de Raja Santa y allí, en lo alto, puedo apreciar como en pocos sitios más, el enorme atractivo del silencio; por el contrario en las llanuras de esa vega que se debate entre su conservación y su usurpación, el ruido reina despiadadamente: bocinas abriéndose paso a golpes de estridencia, motores rugiendo de impaciencia y gritos de toda procedencia -¿Es todo pura coincidencia?- Bueno, ripios aparte, el sonido ha invadido nuestras vidas, ha colonizado nuestros hábitats urbanos y, lejos de las tonalidades moderadas que se escuchan en la naturaleza se ha implantado entre nosotros con un ritmo machacón y altisonante. Tenemos ruidos urbanos en la calle, ruidos domésticos en la casa, ruidos amordazados en la noche y ruidos despendolados durante el día, e incluso ruidos compulsivos en nuestra privacidad. Otro tanto igual sucede en el universo de las musarañas, si bien ellas lo llevan peor y el ruido ha conseguido desplazarlas de sus casas hacia otros sitios más silenciosos. Esperemos que, al menos, nosotros seamos capaces de acallar esos ruidos que nos molestan antes de que tengamos que mudarnos como les ha pasado a esos simpáticos roedores que nos acompañan durante el transcurso de esta reflexión; o lo que aun podría aumentar más nuestras pérdidas –auditivas y ambientales-, es decir, que aprendiéramos a convivir con ellos, como subsiste un enfermo crónico con su enfermedad; Prozac para los ruidos matutinos y Transilium para los nocturnos, Tonopán para las altas frecuencias sonoras y Valium para la bajas. No, definitivamente: “Más silencio y menos tranquilizantes”. Piensen más en las musarañas, quizás así ellas nos puedan ayudar y transferir su recóndita pócima secreta para inmunizarse frente al ruido.

Abajo, en la llanura, en el entorno de las urbanizaciones el olor cambia. El olor que envuelve a las musarañas es limpio, es aromático, suave y fugaz; es la esencia de la vega. El olor de las zonas urbanas es rancio, denso, irritante, en determinadas ocasiones y circunstancias nauseabundo: “Eau de cloaca”. En ocasiones he podido comprobar como las musarañas se lavan, insistente y concienzudamente, después de atravesar algunas huertas que, por desidia, han caído en el abismo de convertirse en un vertedero incontrolado, insano, inmundo, impresentable, indecente y algunos otros cuantos adjetivos más que también podrían empezar por “in”. Da la sensación de que las musarañas odian los malos olores; otra vez más las afinidades entre musarañas y humanos a la palestra. A nosotros también nos gusta el aroma agradable de un bosque, de una fruta, de una flor; no obstante, en ciertos momentos, las condiciones higiénicas de nuestras ciudades, la salubridad de nuestros darros, la estanqueidad de nuestros contenedores y nuestro ritmo de generación de residuos nos hacen sospechosos de dejadez, en esa carrera contrarreloj por alcanzar la utópica imagen idealizada de ciudad dormitorio con aroma a pino y lavanda.

La última noche de San Juan estuve de nuevo contemplando el horizonte desde las elevadas atalayas de Atarfe. Había luna llena y la conjunción de suaves brisas y humedades hace de los prados colindantes al río Genil un paraíso nocturno, donde cientos de musarañas se congregan. Son las hogueras de San Juan pero sin evento pirotécnico; es la feria de “Graná” pero con bastantes menos vatios; Rebujito, faralaes y farolillos adaptados al tamaño de unos bichos que oscilan entre 5 y 8 cm de longitud y que suelen pesar no más de 12 gramos; fiesta para musarañas pero sin luminarias, por que la electricidad y la noche de las musarañas son antagonistas. La noche para algunos es inquietud, para las musarañas es calma; la oscuridad


encubre defectos, pero también oculta destrezas; para las musarañas yacer bajo el mismo manto negro con el que se arropa la luna, es sentir la plenitud de un día cualquiera, para el hombre arroparse con ese mismo manto supone reconocer las horas bajas de su plenitud. Luces y sombras. Artificio y naturalidad.

A pesar de todo la noche más corta del año observada pausadamente desde los contramuros de la Ermita de Atarfe tiene un atractivo irresistible; no es necesario encender hogueras, se produce una auto-ignición en cada uno de los corazones que tienen la oportunidad de disfrutar ese espectáculo gratuito de miles de rutilantes puntos blancos incrustados en una matriz negra, opaca e incierta. Sin embargo todo es un espejismo; el fabuloso invento de Thomas A. Edison es consustancial con el ambiente dócil del medio urbano –unas cuantas bombillas en el lejano horizonte no es una infinitud de estrellas en un cielo inalcanzable-. Poner incandescente un filamento en un vacío artificial, es una practica integrada en la domótica de nuestro pensamiento urbanita, es una manufactura para centenares de calles, para millares de pisos, de coches y de electrodomésticos. Para la nocturnidad de las vegas de Granada la luz artificial es un elemento extraño, como lo es para las musarañas y, como quizás también debiera serlo para nosotros.

Sin embargo cuando amanece, las sensaciones cambian y la luz solar del nuevo día incita al movimiento; Nuestro espíritu se pone en marcha y crece la avidez por conocer nuevas gentes y nuevos mundos. Nuestros abuelos para esta catarsis mañanera utilizaban los antiguos caminos de herradura bordeados de olmos, álamos, fresnos o serbales que comunicaban entre sí las desperdigadas villas de eso que ahora se denomina realidad nacional y antaño solar patrio. Las generaciones siguientes vieron como se sustituían las alamedas y olmedas de los márgenes de los caminos por otra cosa que vinieron a denominarse arcenes y que supusieron la generación casi espontanea de aquellos primeros parterres y rosaledas que intentaban compensar las pérdidas, decorando con mercaderías verdes el centro de los cascos urbanos; también propiciaron la creación de los primeros servicios de parques y jardines en numerosos ayuntamientos y municipios de nuestro país, finalmente dieron lugar a nuestros hoy, insustituibles, espacios verdes urbanos y periurbanos.

Pero a día de hoy, para sorpresa de propios y extraños, por fin –sin habernos dado cuenta- tenemos lo que no queríamos (Noto como las musarañas empiezan a rondarme por la cabeza). Es decir, hemos perdido esa sensación de que salir a pasear, era como asomarse a un precipicio insondable; traspasar el límite marcado por la última casa de nuestro pueblo era echar un vistazo a la infinitud del “CAMPO”, a la grandiosidad del paisaje sin acotaciones o a la magnanimidad del horizonte que les permitía disfrutar de esas lejanas, a la vez que próximas, e inacabables puestas de sol.

Hoy paseamos por los centros comerciales y las musarañas se echan el rabo a la cabeza –no tienen manos- mientras murmuran: “...hormigón y ladrillos hasta para desahogarse”.

Formas, sonidos, olores, contrastes y sensaciones. Ya saben todo cambia, no lo digo yo, lo dijo el inglés James Prescott Joule, allá por el año 1840, en los primeros enunciados de la ley de conservación de la energía: “La energía no se crea, ni se destruye; solo se transforma”. Pero hay transformaciones que no deberían haberse contado; aseveración, que no por casualidad, ya también fue dicha por Albert Einstein: “No todo lo que se debe contar, es contable; ni todo lo que se ha contado, cuenta”.

Así pues, cada uno según su propio criterio, cuente lo que tenga a bien contar y, sobre todo cuenten con las musarañas; pudiera ocurrir que nos deparara ser, moderadamente, algo más felices. Que así sea.


Carlos Norman Barea.